A Francine Sarrapy, mi primera maestra
Respondo con otra pregunta: ¿por qué no? Pero ya empecé mal, porque en realidad no he dicho gran cosa. Voy a intentarlo de nuevo, con tantita seriedad. No mucha, conste. Lo que converso me sale en verso, a veces terso, otras perverso. Porque una vez que se empieza a rimar es imposible dejar de hacerlo. Se vuelve una obsesión. Está cañón esta cuestión.
Pero vamos por partes.
Hace poco di un taller en línea sobre el verso y la rima. Y en él me preguntaban por qué me gustaba tanto hacer versos rimados, esta especie de contar cantando o cantar contando. Y en lo primero que pensé fue en las canciones de Francisco Gabilondo Soler, Cri-Cri, un compositor mexicano extraordinario, hoy un poquito olvidado.
Este grillo es mi gallo
Cri-Cri fue el ídolo de mi infancia y sus canciones están escritas, mayormente, en verso. Lo recuerdo como si fuera ayer: mi madre nos compró una caja inmensa de discos de Cri-Cri a mi hermano y a mí. Acto seguido, la mujer se desentendió de su obligación de educarnos, lo cual fue una suerte para los tres. Ella consiguió un trabajo de tiempo completo como maestra (oh, ironías de la vida). Y nosotros, par de salvajes, obtuvimos la libertad bajo fianza para aprender lo que se nos diera la gana.
Así que mi hermano y yo lo aprendimos todo al lado del tocadiscos (busquen en Google qué era eso). Pasamos horas y horas en la gratísima compañía de ratones vaqueros, gatos barriales, muñecas feas, patitas con rebozo, chorritos que se hacían grandotes y se hacían chiquitos; no faltaron abuelitos coroneles (onda García Márquez, pero ésa es otra historia), cochinitos dormilones, conejos Blas y un feliz etcétera.
Un secreto gigante y un gigante indiscreto
Es cierto que también escuchábamos extasiados los álbumes del Chavo del 8 y el Chapulín, par de discazos a nuestro juicio; pero esto es algo que negaré en público siempre. Bueno, la cosa es que tanto Cri-Cri como Chespirito componían en verso y con rima. Y eso me fascinaba: ¿cómo se podían contar historias así, manteniendo un ritmo y repitiendo los mismos sonidos al final de cada verso?
Luego me acordé de un amigote de mi papá, don Francisco Liguori, un señor enorme, fantástico, de quijada prominente y bigotito, que parecía venido de otro siglo. Para ser preciso, del Siglo de Oro, pues hablaba con tremenda voz, autoridad y casi casi en verso. Porque de eso vivía el personaje: de hacer versos demoledores, golpeadores, simpatiquísimos, dirigidos contra políticos, lideresas sindicales, gente famosa, obispos y demás horrores de la vida nacional.
El daño estaba hecho
A mí, que era un mocoso, me maravillaba que el idioma pudiera acomodarse de tal manera que resultara en una especie de melodía; y que además pudiera decirse tanto con tan pocas palabras, al grado de convertirlas en un arma arrojadiza, un misil atómico. Pero no solamente eso. También estaba la rima, esas palabras que tienen terminaciones iguales o muy parecidas (rima y tarima, canto y espanto, pasma y fantasma).
Porque la rima, cuando es rica y bien lograda, acerca conceptos que en realidad parecen lejanos y muestra relaciones entre las palabras que ni siquiera sospechábamos. Una magia más del idioma. Y he aquí otra maravilla: la rima también nos ayuda a memorizar versos enteros, qué digo versos, ¡poemas enteros! La mente reconoce un patrón de rimas y de inmediato trata de ajustar la que sigue para que no se pierda la serie; también busca rellenar lo que falta en medio para que no se desajuste el ritmo ni el sentido de cada estrofa.
Chespirito bajo el microscopio
Cuando escuchamos versos como los anteriores, la mente y el oído saben de inmediato que algo rimará con “vecindad”, y algo más con “Chavo”. En el caso que nos atañe serán “verdad” y “centavo”. Y estas cuatro palabras además nos ayudan a recordar las que van antes de cada rima y le dan sentido al texto.
Me explico. “Vecindad”, “Chavo”, “centavo” y “verdad” no nos dicen nada solitas, pero con las demás palabras del verso, la estrofa sí adquiere un significado cabal. Nos dice mucho. Por eso, cuarenta y cinco años después, todavía me acuerdo de la estrofa completa… aunque sigo negando categóricamente mi pasión temprana por Chespirito.
Pero ya me desvié sin querer queriendo.
El cuento casero que yo prefiero
Mi labor de rimador se afianzó cuando me convertí en papá. Al leerles cuentos a mis hijas por las noches descubrí que los versos y las rimas eran perfectos para la lectura en voz alta. De hecho, el cuento La reina de corazones o el cantar de los calzones nació de esa manera. Mis dos hijas querían saber cómo se hacía una historia rimada, así que los tres nos dimos a la tarea de perseguir rimas.
En una suerte de juego de “escritura automática” (llamemos así a la sabrosa libertad de ver qué trama nos salía) encontramos una historia de ladrones de calzones; también aparecieron una reina berrinchuda, soldados de cartón en pie de guerra y un montón de locuras más: tiburones, kingkones, faraones, galeones. Todo, en unos cuantos versos y con unas cuantas rimas. Fue una experiencia fantástica y altamente recomendable la de ir juntando pequeñas ocurrencias que rimaban.
¿Qué rima con corazones? ¡Calzones! ¿Y con calzones? ¡Ladrones! ¿Y con ladrones? ¡Sansones!… ¿Eh? ¡Esa palabra no existe, papá! Les juro que sí, hijas. Nos reímos mucho de principio a fin. Y según me dicen, esta alegría despapayosa es algo que se transmite a las lectoras y los lectores. Por eso lo quiero tanto: el libro de La reina de corazones encapsuló un momento especial e irrepetible para mí. Y espero que también para mis hijas (suspiro esperanzado).
¿Por qué hacer cuentos rimados, entonces?
Yo digo que porque sí. Porque en mi caso me ha permitido contar más con menos palabras y hacerlo con una melodía que no he sentido nunca en la prosa. En mi prosa, aclaro. Que hay escritoras y escritores admirables que no necesitan la rima ni el verso para dar musicalidad a sus palabras. Yo sí. Son el agua y el aire de mis escritos. Lo que les da fluidez y aliento. Creo. Espero. Ya ni sé.
Sé que no puedo escribir de otra manera, como estas líneas claramente lo demuestran. Las niñas y los niños a quienes les he leído mis libros responden con interés y sorpresa a la música verbal. Y también con una sonrisa a las pinceladas de humor con que trato de sazonar cada historia. A mis 54 años no he olvidado a mis primeros maestros; pues cada uno, con su estilo peculiar de rimar y hacer comedia, dejó una huella imborrable en ese niño que se pasaba horas y horas junto al tocadiscos, totalmente embelesado.
Así pues, a rimar y reír. Y nos vemos en algún verso.